En la Quimera

Intento de cuentos breves fantásticos e irreales.

Por Lolo
Para Teresa
Teresa hurgaba entre miles de documentos uno que se había extraviado en las sucesivas mudanzas que sufrió su oficina en poco tiempo. El escrito parecía hacerse invisible entre tantos otros. De todos modos, no revestía importancia vital, pero se lo estaban reclamando y ella se sentía la responsable directa de la desaparición del expediente.

Su trabajo, poco apreciado, era paradójicamente el que movía las pesadas estructuras burocráticas en las oficinas administrativas de la corporación desde hace años.

Pidió ayuda a otros sectores, que simplemente se limitaron a seguir con sus tareas. Su decepción era tal con la gente que, fastidiada, le escribió a un amigo, El Mago, diciéndole con el pecho cargado de tristeza “contame uno de esos cuentos que me hagan creer que se puede cambiar la mentalidad de la gente, una historia que me alegre”.

El Mago, entendiendo su aflicción por la indolencia y apatía de la gente, simplemente le dijo: “todos irán convirtiéndose en lo que son en esencia. No es un cuento, pero vas a ver que la gente sí cambia”.

De pronto, el ala norte de la corporación comenzó a llenarse de plantas. Algunas más vigorosas, otras en las que apenas podía deducirse que corría sabia por su interior. Algunas eran simplemente un arbusto xerófilo casi marchito. Aparecieron monos, cerdos, caballos, tigres, linces; en definitiva, toda una fauna dentro de una jungla heterogénea mientras Teresa, una majestuosa mariposa se elevaba por sobre esa selva con un aleteo incesante. Y promisorio.

Por Lolo

Para José
Hace varios meses que corro incesantemente por esta espesa selva infernal que amenaza con darme muerte en cualquier rincón. No encuentro refugio y el tiempo es una variable sin lógica alguna, totalmente desproveída de razón y sensatez: llueve y el viento parece volar todos los árboles sin siquiera dejar lugar para el amparo de la corriente huracanada; luego sale el sol y todo parece quemarse en un hervidero y deseo fervientemente caer desmayado para siempre. Luego llega la noche con una quietud aterradora y no encuentro lugares familiares en los cuales recobrar energía y fuerzas, y sólo me queda la esperanza de que no haya mañana, pero siempre esa esperanza naufraga y el sol vuelve con mucha más ira para quemar absolutamente todo.

Voy de un lado al otro, un poco perdido sin saber qué hacer para torcerle el brazo al ambiente hostil que no deja de amenazarme y no hago otra cosa que perderme en pensamientos apenas agradables, como el sabor de un risotto casero, un Earl Gray, una copa de Martini en la antigua azotea. Pero todo se esfuma cuando un rayo cae en el árbol de enfrente y sigo corriendo, casi sin fuerzas, huyendo de insectos voraces y otras calamidades que no creo que existan en otro lugar del mundo, dándome cuenta que los lugares que añoro son ajenos y de otro mundo, y yo apenas soy un pequeño animalejo tratando de sobrevivir en esta violenta e implacable selva.

Por Lolo

“Vas a imaginar que estás en una playa de aguas turquesas y arenas blancas. Quizá una playa que ya conocés y a la que te gustaría volver”.
Marcelo transitaba la última parte de la práctica de yôga imaginando esa playa desierta, prístina, llena de paz estando en una sala que protegía a todos los alumnos de un temporal de viento patagónico incesante.
“Estás tirado en esa arena tibia, sintiendo el sol y una suave brisa que te llena de tranquilidad y paz, trayendo el sonido del follaje de árboles cercanos…”
Apenas sentía ya la voz del instructor, hipnotizado por la imagen de las aguas cristalinas y la brisa marina.
“Vas a sentir que de a poco te olvidás de todos tus problemas, que la arena te sostiene firmemente anclado y que la gravedad de la tierra es lo único que te mantiene ahí”.
La mente serena de Marcelo se llenó de vitalidad.
“De a poco, vas a sentir que tu cuerpo empieza a desvanecerse en esa arena blanca, relajando cada músculo, cada tejido, cada hueso; trayendo salud y orden”
Completamente compenetrado en las palabras del instructor que escuchaba como un susurro lejano, comenzó a sentir como sus problemas se alejaban, cómo ganaba energía mientras en esa playa paradisíaca su cuerpo se iba convirtiendo en miles de partículas de arena.
Sintió una paz inexplicable y al cabo de un momento despertó en aquella playa un tanto asustado, pero feliz, mientras en la sala de práctica un montón de arena parecía haberse colado por debajo de uno de los ductos de ventilación.

Por Lolo


El tiempo estaba horrible. El frío me parecía exagerado, desmedido. Garuaba y de tanto en tanto caía escarchilla. Ya eran las 5 de la tarde y decidí enfrentar las 10 cuadras entre la oficina y mi departamento sin más dilaciones.

Salí y el aire cortaba mis mejillas. Caminé rápido por entre los charcos de agua que se habían formado en las baldosas de las veredas pensando si era mejor llegar y tomar un té, un café o una infusión de hierbas.

Cuando salí de la distracción de mis pensamientos me di cuenta de que un perro me venía siguiendo. Tenía collar y me miraba con cierta pena. “¡Fuera!”, le dije, compasivamente, pero el animal se empeñaba en seguirme. Le grité un par de veces y me siguió a una distancia más prudente. Suponía que se había percatado de mi mal humor por la llovizna helada.

Caminé un par de cuadras y noté que el perro seguía detrás de mí. Totalmente malhumorado frené, giré y le grité que se fuera. Hizo un ademán de esconderse, miró con tristeza y se quedó parado. Apenas giré, seguía detrás. Fastidiado, decidí ignorarlo.

La lluvia comenzó a ser cada vez más espesa. Llegué al edificio. Previsiblemente, el perro estaba junto a mí. Busqué la llave para abrir el portón y no la encontré. Revisé con más detenimiento, hice un repaso mental. Ya no era lluvia, era un chaparrón desmedido y que amenazaba con arruinarme el día.

La llave no aparecía, me tomé la cabeza, tratando de recordar y comencé a mirar hacia arriba a un muchacho que buscaba algo sin parar. Me sentía completamente empapado. El muchacho, de pronto sacó un llavero enorme y abrió el portón de un edificio gigante. Intenté entrar, buscando cobijo y siguiendo su perfume, que me resultaba familiar, pero lo evitó con una brusca parada en mi hombro derecho y simplemente me quedé ahí. Quieto. Empapado. Esperando.

Por Lolo
Para Matías Pecile


Matías se acomodó las rastas como pudo y salió a correr como casi todos los días. Acomodó unos auriculares en sus orejas con música apropiada, realizó un pequeño precalentamiento en la esquina de su casa, y luego de un leve trote por la banquina de la ruta norte llegó hasta el sendero aeróbico. Su meta del día era recorrer 10 kilómetros.

Apenas empezó a correr se sintió extrañamente confundido. Intentó no darle importancia, pero notó como todo a su alrededor comenzaba a oscurecerse. Quería parar, pero no podía. Sentía desvanecerse y el miedo se le transformó en una sensación cercana.

Mientras corría alcanzó una velocidad que le resultaba ajena. No entendía qué fuerza lo obligaba a desplazarse con tanta resolución, ligereza y rapidez por ése sendero que ahora era una oscuridad aterradora.

Temía tropezar y caerse, chocar contra uno de los árboles que están al costado del sendero o caer en uno de los barrancos.

Matías no podía parar de correr. Contra su voluntad. Desafiando cualquier ley de la naturaleza sentía una liviandad en su cuerpo que lo hacía desplazarse casi por el aire. Desesperado comenzó a mover los brazos, a querer ver, a obligar de alguna manera que aquella tiniebla se disipara. Movió un poco más los brazos y vio una luz blanquecina. Matías había nacido.

Por Lolo


Fernando trabó la puerta del departamento con prisa, pues ya eran las 6.50 y tenía que llegar, sin demoras, a las 7.15 a la oficina. Se subió el ascensor y usó, como todos los días, los espejos para fijarse si lucía bien o si en el apuro había quedado despeinado o con algún resto de pasta dentífrica. Con todo en orden, se bajó del ascensor y cruzó el portón principal del edificio y miró el reloj. Marcaba las 6.45.

Se alivió por saber que tenía más tiempo para caminar las 10 cuadras que lo separaban de la oficina. Disminuyó un poco el ritmo y repasó mentalmente las tareas que le habían quedado pendientes del día anterior.

Cruzando la plaza principal de la ciudad, el reloj marcaba las 6.40. Confundido, miró su reloj, que marcaba la misma hora. “Creo que me levanté más temprano de lo que pensé”, se conformó y siguió caminando.

Al ingresar al complejo, el fichaje marcó las 6.30 y, ya preocupado, volvió a cotejar con su reloj, que sostenía la misma hora que el fichero. La claridad crepuscular que anuncia la salida del sol dejó paso a la noche, mientras Fernando se quedó atónito mirando como su reloj retrocedía.

En la oficina no había nadie. Ni un alma podía explicarle qué estaba pasando. Repasó los momentos desde que salió de su edificio hasta llegar al complejo y notó que no se había cruzado con nadie en la calle. No había personas.

Preocupado, salió a la vereda. La madrugada era directamente una noche cerrada.

Asustado, volvió a su departamento. Subió al ascensor. Su cara denotaba fatiga y temor. Entró al departamento y semidormido se acostó y se durmió pensando en qué era lo que tenía que hacer ayer. Eran las 5.30.

Por Lolo


Gastón estaba en la cocina desayunando. Un hilo de luz se colaba por las cortinas de la cocina. Su madre, María, comenzaba la cocción de sus mermeladas de frutilla, que comenzó a inundar la casa de fragancias silvestres.

Era una mañana agradable. El invierno ya le había dado paso al esplendor de la primavera. La nieve ya era recuerdo y los árboles frutales estaban todos en flor.
Gastón tomó un sorbo de su café y en ése instante se oscureció todo. No podía distinguir absolutamente nada, ni siquiera el fuego de la cocina dónde un segundo atrás estaba su madre. Asustado comenzó a llamarla, pero no tuvo respuesta. Tropezó con los muebles y se dirigió a la puerta para ver qué pasaba.

El cielo estaba completamente negro. Era un eclipse, pero no se veían estrellas. Un sudor frío le corrió por el cuerpo y empezó a llamar a los gritos a su mamá. Pero además de oscuridad todo era silencio. Un silencio perturbador.

Desorientado se sentó en el portal y se acurrucó. Comenzó a llorar del terror. De pronto se iluminó todo. Estaba sólo en medio de un pastizal amarillento. Miró hacia atrás y vio su casa. Caminó con cierta dificultad hasta llegar. La estructura estaba visiblemente deteriorada. Abandonada. Entró. Sólo cuando miró su rostro en el espejo roto del baño, cargando 30 años más de los que tenía cuando las fresas aromaban la cocina, Gastón entendió todo.

en la quimera

Todos tenemos nuestras quimeras. Esos relatos fantásticos o irreales, o donde se mezcla lo real con lo increíble, la vida con la muerte. Este espacio es apenas eso, un intento de explorar nuestras quimeras.

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